Han pasado un poco más de dos semanas a partir de esa mañana del jueves 6 de mayo, en la que, de manos de Monseñor Fidel León Cadavid Marín, el granadino Jhon Elkin Castaño, nacido en el seno de una familia humilde de la vereda La Cascada, recibió el sacramento de la ordenación sacerdotal.
“Me he sentido muy contento, muy realizado. He sentido que la vocación que Dios había cultivado en mi desde todo este tiempo, se ha realizado y que me ha dado felicidad y mucha alegría, y aquí en Granada, como sabemos, la gente quiere mucho los sacerdotes y lo hacen a uno sentir muy bien, le hacen a uno sentir aún más esa alegría de ser sacerdote. Ver lágrimas de la familia es apenas normal, pero de gente que ni siquiera uno la conoce tan bien o que no es tan íntimo, lo deja a uno conmovido, manifiesta esa alegría también para ellos”, expresa con la emoción aún evidente.
En la plazoleta Tiberio de J. Salazar y Herrera, frente al templo parroquial, tuvimos la oportunidad de conversar con el recién ordenado sacerdote. De adentrarnos en su vida, en sus orígenes. De conocer sus altibajos y las dificultades a las que hizo frente, junto con su familia, para ser hoy un mensajero de Dios en la tierra.
Jhon Elkin es uno de los hermanos menores entre 14 hijos -12 hombres y 2 mujeres-, es un hombre callado y más bien tímido. En la calle su saludo casi siempre es un leve movimiento de cabeza. Él, con cada gesto refleja la humildad que le inculcaron sus padres desde casa. El hecho de ser junto a sus dos hermanas los únicos en haber estudiado el bachillerato, alimentaban en su madre el sueño de tener un hijo sacerdote.
“Recuerdo que mi mamá me decía que veía en mi vocación y yo sentía dentro de mi como que no. Yo me hacía esa pregunta, soy el único de los hermanos hombres que ha estudiado. Ya voy en noveno, ya me van a exigir que tenga una carrera, va a haber una responsabilidad. Entonces al sentir ese peso y al recordar las palabras de mi mamá de que de pronto yo podía ser sacerdote, que mirara esa posibilidad, yo dije no, yo para ser sacerdote no estudio”.
Con varias interrupciones entre un grado y otro logró finalmente terminar su bachillerato. De la misma manera, su paso por el seminario tuvo pausas en las que se cuestionaba si realmente el camino que quería seguir era el de la vida consagrada.
Abandonó por cerca de dos años sus estudios para formarse como sacerdote. Probó el licor, el cigarrillo e incluso tuvo un noviazgo corto, pero eso no le llenaba, se sentía incompleto, creía que a su vida algo le seguía faltando.
“Llegó un momento en que yo desorienté mi vida totalmente. Empecé en los caminos del alcohol, inclusive probaba algo el cigarrillo y sentía una cierta desilusión de la vida, llegué a tener pensamientos de suicidarme. No le veía sentido a la vida, pero a raíz de eso se dio un giro espiritual en mi vida. Empezaron a pasar ciertos acontecimientos que hicieron que yo volviera a reavivar esa vocación y a mirar yo qué quería hacer con mi vida”.
Todo su proceso se vio retrasado. En lo relacionado a su ministerio, tanto su ordenación diaconal como su ordenación sacerdotal, que era ya la recompensa a todo su proceso de preparación, se fueron aplazando debido a algunos momentos de indecisión, de reflexión, pero finalmente, ese instante tan ansiado llegó.
“Experimenta uno mucha alegría porque es ver la culminación de todo lo que uno ha proyectado. Uno siente tanta alegría que se va para el sagrario a agradecerle a Dios y a llorar. Uno llora de la alegría, les comparte esa alegría a los papás”.
Las charlas con otros jóvenes seminaristas, las tardes de fútbol, las jornadas de clase y los momentos de oración, son algunos de sus mejores recuerdos en el camino de preparación para ser sacerdote.
“Era un tiempo muy bonito, un tiempo en el que se vive con una disciplina muy grande, por las levantadas a las 5:30 am, las laudes a las 6:00 am, luego la eucaristía a las 6:45 am, a las 7:00 am el desayuno y luego a las 8:00 am la jornada de clase hasta el mediodía. Luego teníamos una etapa de deporte desde el mediodía hasta las 2:30 pm, luego esa jornada se llamaba de estudio personal, entonces uno leía o hacía los talleres o actividades que dejaban los sacerdotes. En la tarde a las 6:00 pm se tenía el rezo de las vísperas, luego se tenía la comida y después de la comida se tenía otro descanso, un tiempo de esparcimiento, de conversar con los compañeros seminaristas, con los formadores, de ir conociendo la vida de cada uno y ya luego a las 9:00 pm lo llaman el gran silencio; ya todo el mundo debe estar en silencio en su habitación para meditar, para reflexionar, para orar. También se tenían esos tiempos fuertes de Semana Santa y navidad y era algo muy bonito”.
La primera misión, cuando, aún estaba en su etapa de formación como seminarista fue una de las experiencias más significativas para Jhon Elkin. En ese momento lo enviaron a un corregimiento de Anserma, Caldas a apoyar la celebración de la Semana Santa.
“Era algo muy bonito. Me enviaron a un corregimiento, solo. No tenía casi conocimientos de teología, y yo recuerdo que predicaba de una manera que quisiera hacerlo ahora como predicador. Yo decía, esto es increíble, definitivamente Dios obra en uno”.
Una particularidad en el ministerio sacerdotal del padre Jhon Elkin, es el tiempo en el que recibió este regalo del cielo. Su ordenación se dio en medio de la pandemia, por lo que la incertidumbre rodeaba la fecha en la que se convertiría en un nuevo obrero de la mies del Señor, pero los planes de Dios son perfectos y ese momento que tanto él como su madre y demás miembros de su familia anhelaban, llegó.
“Le pido al Señor que me dé entender y saborear qué es ser sacerdote y cómo vivir ese sacerdocio realmente. Celebrando las primeras eucaristías es esa alegría tan grande el tener el cuerpo de Cristo en las manos. Saber que Cristo viene a esa hostia a través de uno, es una alegría demasiado grande. Ahí es donde empieza uno a darse cuenta: soy sacerdote”.